El proceso de maduración personal del ser humano es equiparable al proceso de aprendizaje, se desarrolla en un contexto relacional y en paralelo al discurrir de la propia vida, viene determinado por la capacidad de observar y reflexionar sobre las experiencias que acontecen, es inconsciente y termina con la muerte de la persona. Se fundamenta en el mecanismo mental de la identificación introyectiva y provoca cambios sustanciales en el mundo interno de los individuos, que a menudo quedan reflejados en las actitudes y comportamientos externos.
A propósito de este escrito, voy a diferenciar artificialmente el proceso de maduración profesional del proceso de maduración personal y emocional, aunque doy por supuesto que, en la vida cotidiana y en lo que se refiere a todas aquellas profesiones que implican el contacto con el sufrimiento de las personas, ambos procesos se hallan estrechamente interrelacionados y van retroalimentándose mutuamente. El alcance del proceso de maduración personal es inabarcable, a la vez que también es susceptible de sufrir oscilaciones y variaciones según sean las experiencias vitales a las que tenga que enfrentarse el sujeto.
Poner en relación el trabajo de supervisión clínica con el proceso de maduración profesional del/a supervisando/a, es interesante en la medida que puede ser considerado un indicador para calibrar el aprovechamiento que hace de la tarea de supervisar y las consecuentes repercusiones, más o menos beneficiosas, en su labor con los pacientes. Cuanto más frágil es la identidad profesional del/a terapeuta mayor es el riesgo de hacer un uso inadecuado de la supervisión, aunque paradójicamente más necesidad se tenga de ella. Es en esta encrucijada de riesgo y necesidad, donde la supervisión además de tener el objetivo de ofrecer una visión mental que vaya más allá, en el sentido de permitir abrir y ampliar el pensamiento sobre la relación paciente-terapeuta mejorando su comprensión, ha de responder a otra demanda inconsciente que no suele ser explicitada abiertamente por el/a supervisando/a. Y consiste en que la relación de supervisión se constituya como modelo, como una experiencia de aprendizaje que sirva de referente y se halle dispuesta a ser incorporada por el/a supervisando/a en un proceso de hacérsela suya, de adaptársela a su propia idiosincrasia y así, recrearla genuinamente desde su identidad y capacidad creativa.
De este modo y para que esto sea así, el proceso de maduración profesional necesariamente habrá de darse en el seno de la relación de supervisión promoviendo el propio desarrollo de la misma, con el consiguiente enriquecimiento personal de los miembros que la constituyen, esto es, supervisor/a-supervisando/a. Dicho de otra forma y recordando lo escrito más arriba, la supervisión habría de constituir una experiencia de aprendizaje para ambos miembros de la relación aunque a niveles diferentes, puesto que existe entre ellos una asimetría de roles preestablecidos. Teóricamente, al/a supervisor/a se le presuponen unos niveles de conocimientos y experiencia laboral, que habrán de fluir en respuesta a la demanda de mejorar el manejo de la relación terapéutica y aumentar la comprensión en el/a supervisando/a de su material clínico. A la vez que éste/a habrá de tener una actitud suficientemente abierta para mostrar/se en su trabajo con los/as pacientes, y repensar/se para integrar las nuevas ideas que puedan ir surgiendo de la situación clínica revisada.
Este planteamiento teórico sería el punto de arranque de la supervisión, pero para conseguir que la relación de trabajo evolucione, en el desarrollo de la práctica ha de producirse un acoplamiento entre los sistemas psicológicos de los/as integrantes de la supervisión, de tal manera que puedan establecerse las bases de una comunicación genuina y fructífera que posibilite la mutua comprensión. La relación entre los miembros de la supervisión ha de permitir la creación de un espacio de confianza y diálogo en el cuál se reconozcan en aquello que les es común y puede ser compartido. A partir de ese reconocimiento implícito y de un modo gradual podrán surgir conjunta y complementariamente los nuevos pensamientos y la nueva mirada mental sobre los pacientes. Así es como la relación de supervisión se va dinamizando posibilitando su apertura al proceso de maduración, que conlleva el efecto de ir corrigiendo paulatinamente la asimetría interna entre los integrantes encargados de supervisar (no la asimetría externa porque depende de los roles establecidos previamente) dando lugar a una relación de auténtica cooperación.
Desde mi punto de vista, el mayor logro del trabajo de supervisión es su transformación en una labor de equipo entre los participantes, capaz de desdibujar la imposición de los roles externos y unir sus mentes para pensar coordinadamente, con el objetivo común de acercarse y comprender un tercer funcionamiento mental (paciente, pareja, familia). La recreación de este modelo de trabajo con los pacientes potenciará el avance en el proceso de maduración personal de los mismos.