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Ana Minieri Psicòloga i psicoterapeuta a Barcelona

”Més de trenta anys d’experiència en l’assistència i tractaments psicològics a Barcelona.”

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Entendemos por simbolización, la capacidad del individuo para representar mentalmente la realidad mediante imágenes, palabras u objetos sustitutos. La capacidad de simbolizar que tiene el ser humano está en estrecha relación con su vivencia de límite, necesidad, carencia y deseo, es decir, con la experiencia de malestar y frustración. Precisamente, es en este contexto de malestar que la capacidad simbólica ejerce su función principal, la de intentar restaurar creativamente un cierto bienestar en la persona y reforzar así, su sentimiento de esperanza sin el cual resulta imposible vivir. Sin duda alguna, en este cometido radica la función terapéutica y liberalizadora del símbolo, frente al aprisionamiento y acción esclavizante del deseo.

El ser humano está preparado para tener conciencia y conocimiento de que él y su entorno se hallan continuamente expuestos a cambiar y perecer. Desde la niñez, la experiencia cotidiana le proporciona vivencias de satisfacción obtenidas a partir del vínculo con objetos y personas cercanas. Pero también le proporciona dolor por verse solo sin esos objetos ni tales personas que son causa de bienestar, ya sea de un modo intermitente (dolor por la separación) y/o permanente (dolor por la pérdida). La distinción entre la experiencia de hallarse en presencia de seres y objetos gratificantes y amados, y la experiencia de hallarse en ausencia de los mismos determina la aparición de los deseos.

En términos generales, todo deseo implica un mínimo nivel de mentalización, en el sentido de que se desea aquello que ya se ha vivido al menos una vez y ha dejado una huella mnémica suficientemente importante como para ser recordada y representada mentalmente (símbolo). Cuando los deseos no se satisfacen, la persona siente frustración y dolor pero mantiene el conocimiento de aquello que desea y, por tanto, lo puede buscar o intentar sustituirlo. A diferencia de las carencias, que vendrían a ser espacios vacíos y sin nombre, que la persona no puede representar mentalmente, ni tampoco puede desear, reclamar ni buscar porque desconoce que no lo tiene.

El deseo es un generador de tensión en la medida que nos pone en contacto con aquello que queremos pero que no está o no tenemos, y entonces, para conseguir su satisfacción nos valemos de la función simbólica que permite hacer lo ausente, mentalmente presente, o reconocerlo a través del símbolo (objeto sustituto). El símbolo es un mediador entre el deseo y el objeto real anhelado, lo cual significa que, la capacidad simbólica permite satisfacer el deseo en alguna medida y ayuda al ser humano a descubrir nuevos intereses, dado que le facilita transitar en medio de los símbolos, concebidos en un primer momento como sustitutos pero potencialmente, transformables en objetos de interés en sí mismos. De este modo la existencia humana es constantemente susceptible de ser interpretada y traducida, en un sistema simbólico abierto.

El símbolo representa el límite del ser humano y a la vez su lucha y esfuerzo por superar dicho límite. Por el hecho de que las personas desarrollen y utilicen la capacidad simbólica, se ven expuestas a vivir la paradoja de obtener la gratificación derivada del símbolo, pero precisamente por el uso mismo del símbolo-mediador, éste actúa como si fuera una barrera que impide alcanzar la satisfacción que prometía el deseo. Y en este sentido, los deseos jamás pueden ser satisfechos del todo lo que les convierte en una fuente de constante frustración. Además, filosóficamente, el deseo ha de permanecer insatisfecho para seguir siendo deseo. Si se consigue dar gozo al deseo, automáticamente deja de existir como tal. En esta premisa radica la necesidad del ser humano de reactivar la insatisfacción para mantener la tensión del deseo, responsable de estimular su capacidad simbólica.