Resulta muy excepcional visitar a pacientes terminales en la consulta privada de psicología, puesto que acostumbran a ser atendidos en centros hospitalarios o asociaciones específicas vinculadas a la enfermedad responsable del trance por el que están pasando. La iniciativa de incorporar la atención y el acompañamiento psicológicos a la situación que están viviendo es un indicador de esperanza para afrontar adecuadamente el diagnóstico y el proceso de la enfermedad que, en el peor de los casos, puede llevar al último período vital. Por esta razón, y no exclusivamente, la demanda no acostumbra a generarse en tales pacientes, sino que suele realizarse a partir de un tercero que se encarga de ofrecer este recurso.
Precisamente, esto es lo que sucedió con Tania. La derivación se hizo desde la empresa donde trabajaba, se le sugirió que viniera a verme para hablar sobre su enfermedad y su situación vital. Era un momento de pronóstico incierto sobre la evolución del cáncer que padecía.
Cuando conozco a Tania veo que es una mujer joven, se halla en la tercera década de la vida, con buen aspecto. En la primera visita me pone al día sobre su enfermedad: diagnóstico, plan de tratamiento y posible cronificación del cáncer. Pero dónde ubica su preocupación emocional es en el abandono que siente por parte de su pareja, quien por motivos laborales acaba de instalarse en un país que está en otro continente.
La escucha me hace entender que el trabajo con Tania tiene dos niveles: uno, referido al cáncer que padece, el cual condicionará el encuadre de la terapia psicológica requiriendo que sea flexible y se mantenga como un proceso abierto dispuesto a reactualizarse, según sea el día a día de la paciente. El otro nivel se refiere a las angustias y preocupaciones que expresa Tania, las cuales entiendo como una comunicación de su energía vital. Sufre porque se siente abandonada por su pareja, quien ha decidido vivir en un país lejano porque le ofrecen unas muy buenas condiciones laborales. Ella – y el hijo pequeño que tienen en común- no puede acompañarle porque, de hacerlo, rompería el tratamiento iniciado y además siente que aquí tiene su hogar, en este contexto no puede tomar la decisión de cambiarlo. Esta situación le genera intensos sentimientos de enfado, reproches, reivindicación hacia su pareja que se alternan con estados de impotencia y tristeza profundas.
Cuando Tania me consultó, iniciaba el tratamiento de quimioterapia y la idea de la muerte apenas tenía fuerza, por lo que aún le dejaba cierto espacio mental para luchar y reclamar la presencia de la pareja, de tal modo que intentamos que su enfado se transformara en una demanda útil para que él entendiera su necesidad de acompañamiento y lo importante que era volver junto a ella en esos momentos tan delicados. Así fue cómo le concedieron un aplazamiento del contrato de trabajo tras solicitarlo, y pudo regresar a Cataluña. El proceso terapéutico y de acompañamiento a Tania duró cinco meses hasta su fallecimiento.
A partir del material expuesto, quisiera hacer una breve reflexión sobre los enfermos terminales y el riesgo que padecen de vivir una experiencia de abandono por parte de sus seres queridos. Vivir de cerca un proceso de enfermedad que conduce a la muerte, especialmente en una persona joven, obliga a la propia afectada, a los familiares y seres queridos enfrentarse con la noción mental de la muerte, entendida como la resolución y finalización de la vida, y con toda la intensidad emocional que desencadena. Las barreras invisibles que pueden llegar a levantarse entre estos pacientes y las otras personas son diversas y sutiles, pero tienen el objetivo común de apartar el sufrimiento y alejarse del dolor que este tipo de experiencia provoca. Los médicos pueden mostrarse evasivos y sentirse bloqueados por no tener remedios para sanar la enfermedad, los parientes adultos y cercanos afectivamente pueden refugiarse en las tareas laborales para no tener que soportar el peso abrumador del deterioro físico y la pérdida del ser querido, y los hijos pequeños quedan apartados de los enfermos bajo el pretexto – y la realidad – de no sobrecargarles dada su fragilidad física.
Todo ello provoca un profundo sentimiento de soledad e incomunicación en los enfermos que les aparta de la vida antes de que estén muertos y que, en muchas ocasiones, les puede provocar una intensa depresión con el consecuente deseo de suicidarse y agilizar el proceso final de morir. Creo que este estado psicológico y emocional no es compatible con el concepto de morir dignamente. https://www.aecc.es