Estado de alarma: En su inicio, las personas tuvieron que detener el curso de sus vidas repentinamente bajo la amenaza de contagio del coronavirus. No pudo haber preparación psicológica ni material, se actuó con urgencia y precipitación. En esos primeros días la reacción emocional predominante posiblemente fuera de miedo y caos, con la sensación de abismo como perspectiva de futuro. Poco a poco, la ruptura con la realidad cotidiana de cada individuo se ha ido transformando, mejor o peor, en una adaptación a las nuevas condiciones de vida, con sus inconvenientes – frustración de los proyectos, dificultades económicas, merma de las relaciones sociales, etc. – y sus ventajas: padres e hijos tienen la posibilidad de pasar más tiempo juntos, el ritmo de vida no es tan vertiginoso como antes, la posibilidad de descubrir el potencial de creatividad propio y/o ajeno, gozar con actividades caseras, etcétera.
Cada individuo es diferente y, por tanto, la incidencia psicológica de la pandemia también es diferente para cada persona y para cada grupo familiar, la sociedad no está compuesta por humanos hechos en cadena, como si se trataran de máquinas. Cada ser humano hace un registro peculiar de lo que está viviendo, y para entender mejor de qué manera le impactarán las limitaciones impuestas en su forma de vida por la pandemia del Covid-19 habrá que tener en cuenta cuál era su estado previo al inicio del confinamiento, ya que éste condiciona cómo se va a soportar el momento presente. A modo de ejemplo y para que se entienda mejor, podría hacerse un paralelismo con la situación económica de las personas: quién previo confinamiento tenía una economía solvente podrá soportar mejor la pérdida y la crisis económica que se deriven de la pandemia. De tal modo es así que el sector de población vulnerable es el más castigado por la brusca detención de casi toda la actividad que implique contacto y cercanía entre las personas.
En un sentido general el confinamiento supone una forma de vida regresiva, en dónde se hace prevalecer actitudes de dependencia de las personas a una anhelada superación de la pandemia bajo pretexto de las prohibiciones impuestas – y temor a la nueva realidad -, controlando cifras y escuchando las últimas noticias sobre la pandemia del Covid-19. La propia iniciativa queda limitada por la supuesta amenaza existente en el exterior, se busca la seguridad, protección y confort en la situación de encierro y aislamiento. Incluso y a pesar de todas las incomodidades que supone este confinamiento se produce una adaptación psicológica a esta situación y se extrae un bienestar que, si bien es temporal, consigue acomodar e instalar a las personas en esta coyuntura. El tiempo presente se convierte en un tiempo eterno, se vive el día a día. El futuro es demasiado incierto, pocos son los que pueden seguir construyendo la propia identidad proyectándola y alargándola en el tiempo para obtener suficiente confianza sobre quiénes son, cuál es su sitio en la sociedad y hacia dónde van.
Pasadas varias semanas se inicia el desconfinamiento, las autoridades dan permiso para salir de casa e iniciar progresivamente diferentes actividades. Pero, ¡Oh, sorpresa! Algunos niños no quieren salir a la calle, algunos ancianos tampoco quieren salir a la calle, algunos comerciantes no ven claro abrir su negocio. El cambio, volver a salir, produce miedo, ansiedad, incertidumbre…, hay que prepararse, y así, poco a poco, dar paso a la esperanza y alegría de volver a retomar el curso de la vida. Des-confinar es volver a cargar con la mochila de la propia vida, salir del estado de regresión con todo lo que implica de esfuerzo, riesgo y gozo. Ponerse en disposición anímica de realizar un duelo y soportar la tristeza por la experiencia vivida, especialmente en el caso de haber perdido un miembro de la familia o un conocido, poner a prueba la fuerza de las personas comprobando que es posible vivir sin contagiarse y que el futuro va a suponer aprender a convivir con el Covid-19, sin morir en el intento.
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